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Hablando pestes: la gente, comportamiento de fieras

En Italia, hace como 500 años, Florencia cayó bajo el azote de la peste bubónica. En "Hablando pestes", se muestra la mortandad que causó la epidemia, según El Decameron, de Boccacio. 

Siguiendo la misma fuente, ahora se muestra el otro lado de la moneda: la gente, su comportamiento ante el paso brutal de la muerte y las maneras de salvar la vida, que en pocas palabras consistía en el primero yo, luego yo y al último yo. Considerada como un castigo de Dios por las malas acciones del humano, la epidemia de peste bubónica activaba los siguientes comportamiento de la gente.   

Get away, infectado 

Casi todos los que quedaban vivos se inclinaban a un remedio muy cruel, como esquivar y huir de los enfermos y sus cosas. Al hacerlo, cada uno creía que conseguía la salud para sí mismo. Pero también nacieron miedos diversos e imaginaciones a partir de tales cosas, y de bastantes más semejantes a éstas y otras todavía peores.


Algunos apostaban por vivir moderadamente y ahorrarse todos los gastos y actividades superfluas. Así, con su familia o allegados, vivían separados de todos los demás, encerrados en casas donde no hubiera ningún enfermo. 

Una vez alojados en un lugar seguro , evitaban el exceso de comidas exquisitas y de óptimos vinos, no le hablaban a nadie ni se enteraban de noticias acerca de muertos o enfermos. Pasaban el tiempo de encierro tañendo instrumentos y entreteniéndose con diversas actividades


Los avistamientos de OVNIS se incrementaron
en Bélgica y Estados Unidos durante la cuarentena.

Fuck off, coronavirus

Otros, inclinados a la opinión contraria, afirmaban que la medicina para tanto mal era el beber mucho y el gozar y andar cantando de paseo y divirtiéndose y satisfacer el apetito con todo aquello que se pudiese, y reírse y burlarse de todo lo que sucediese.

Tal como lo decían, iban de día y de noche a esta taberna o a la otra, bebían sin moderación y hacían las cosas que les servían de gusto o placer. Todo ello podían hacerlo fácilmente porque muchas casas estaban abiertas de par en par y se habían hecho comunes, por lo que las usaba cualquier extraño.


En tan gran aflicción y miseria de la ciudad, las leyes humanas y divinas estaban caídas y deshechas por sus ministros y ejecutores, porque estaban enfermos o muertos o se habían quedado sin asistentes y no podían hacer oficio alguno. Todo el mundo podía hacer lo que le diera la regalada gana. 


Muchos otros seguían una vía intermedia: ni se limitaban ni se excedían en el comer y el beber y en otros libertinajes. Vivían con lo suficiente y salían a pasear, pero llevando en las manos flores, hierbas odoríferas o diversas clases de especias que se llevaban a la nariz con frecuencia por estimar que era óptima cosa confortar el cerebro con tales olores contra el aire impregnado todo del hedor de los cuerpos muertos y cargado y hediondo por la enfermedad y las medicinas. 




Algunos eran de sentimientos más crueles (como si esto les diera seguridad) y decían que ninguna medicina era mejor ni tan buena contra la peste que huir de ella. Movidos por esta idea, muchos hombres y mujeres abandonaron la ciudad, sus casas, posesiones, parientes y cosas. No cuidaron de nada, sino de sí mismos, buscaron apropiarse de las cosas ajenas y escaparon al campo, como si la ira de Dios no fuese a seguirles para castigar la iniquidad de los hombres con aquella peste y solamente fuese a oprimir a aquellos que se encontrasen dentro de los muros de su ciudad como avisando de que ninguna persona debía quedar en ella y ser llegada su última hora.


Tanto espanto había en hombres y mujeres que un hermano abandonaba al otro y el tío al sobrino y la hermana al hermano, y muchas veces la mujer a su marido. Pero lo increíble era que los padres y las madres dejaban a los hijos, como si no fuesen suyos. Y no digamos ya que un ciudadano esquivase al otro y que casi ningún vecino tuviese cuidado del otro, y que los parientes raras veces o nunca se visitasen.



Por lo que a quienes enfermaban, que eran una multitud inestimable, tanto hombres como mujeres, ningún otro auxilio les quedaba que o la caridad de los amigos, de los que había pocos, o la avaricia de los criados que por gruesos salarios y abusivos contratos servían, aunque con todo ello no se encontrasen muchos y los que se encontraban fuesen hombres y mujeres de tosco ingenio, y además no acostumbrados a tal servicio, que casi no servían para otra cosa que para llevar a los enfermos algunas cosas que pidiesen o mirarlos cuando morían; y sirviendo en tal servicio, se perdían ellos muchas veces con lo ganado.





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