A Roberto Spinoza
Ciudad de México, Ciudad de los Palacios, pero también ciudad de los letreros: anuncian oficios, productos, alimentos. No es que seamos también una ciudad de ciegos, pero la realidad es que poco vemos la dificultad que entraña elaborar un letrero cualquiera. Además de la cartulina más llamativa, además de calcular la proporción entre letras y espacio, y además de pensar en el contenido, la gran preocupación es la ortografía.
Lo vemos en esas letras que pelean por ocupar el espacio del pliego fosforescente en algunos letreros de la ciudad, cómo la s se encima en la complicada c, o cómo fastidia a la incomprendida z… De vez en cuando también la j pica la joroba de la g. Hay algunos otros anuncios sin borrones (salvo en los precios), lo cual no significa que estén exentos de faltas: si no es un secuestro de la h, es una tilde extraviada, un rapto de comas, de los dos puntos o del punto final.
De poco sirven las cartulinas llamativas
si encontramos sangre ortográfica en su interior: el efecto será el de destacar
los horrores gramaticales más que lo que se anuncia. Sin embargo, el que un transeúnte
encuentre tropezones ortográficos en los letreros de la calle no le resta el apetito ni mucho menos sabor
a la comida o efectividad al trabajo de los maestros artesanos,
plomeros, albañiles, vidrieros, etcétera. La lengua es flexible y el cerebro
muy hábil para reconstruir palabras desfiguradas e información sencilla sin signos
ortográficos, salvo algunas excepciones.
El problema surge cuando
encontramos publicidad profesional sin la debida revisión ortográfica. O peor
aún: trabajos editoriales que parecen más bien un gran letrero urbano. Cualquiera puede hacer un letrero, del tipo que sea, a mano o con las herramientas más vanguardistas. Pero las pugnas, raptos, tropezones y horrores ortográficos están ahí, dándole un toque humorístico a la cartulina fosforescente o dándole un toque de muerte a un trabajo profesional.
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